domingo, 28 de abril de 2013

Los árboles de La Mangaba

Los árboles de La Mangaba crujen de noche, cobran vida. Con pasos cortos, prudentes, subimos la escalera, tanteando para no caer, despacio y respirando agitados porque ya hemos subido los 234 escalones que conectan con la segunda praia y a esos no nos acostumbraremos nunca.
Llegamos en silencio, hay dos hamacas colgadas demasiado alto y una luz brilla en el horizonte.
-Eso es el mar- dijo Martín.
Prendimos algunas luces, dejamos nuestras cosas en el suelo de la sala, amoblada por una única mesita sobre la cual posa una lámpara. Usé el baño, tomamos agua fresca y volvimos a salir al balcón.
En una olla con poca agua se había acomodado una rana verde con manchas amarellas; ágil, saltó a la pared apenas la movimos y se perdió en la mata. Me acomodé con dificultad en una de las hamacas y me dispuse a escuchar. Fumamos, nuevamente en silencio y mirándonos las veces a los ojos. Martín sentado en el suelo tenía algo de niño, con sus larguísimas piernas flexionadas y la espalda contra la pared.
-Me gustaría darte un beso
-Preferiría que no
-En ese caso, hasta mañana, me voy a dormir. Te podés quedar en el otro cuarto si querés, hay un colchón, sino cerrá y dejá la llave en la ventana.
Se levantó, me tocó la nariz y se fué. Me quedé mirando al mar, aunque se mezclara con el cielo porque la luna era nueva y brillaba por su ausencia. Allá abajo se oía el cantar de las ranitas y en los árboles de la mata una sola paz, una sola calma.
Escuché un golpe y vi una botella de agua vacía en el suelo. Había vuelto la rana (o quizás fuera otra) y de un topetazo sacó de su camino el invisible pero impenetrable obstáculo.
"Somos nosotros, claramente, los invasores en esta isla, y la mata no se rinde: firme resiste y da pelea. Da gusto ver las lagartijas en el deck de la segunda, asomando ahí, entre los pies de los turistas lentos y descuidados."
La ranita volvió a ocupar su espacio en la olla y permaneció ahí, inmóvil.