lunes, 1 de junio de 2015

Matilda y las tizas de colores

Siempre me gustó acariciar las paredes mientras camino las veredas, ir rozando con la yema de los dedos, las paredes destartaladas, arrancarle un pedacito de costra a esos accidentes que dejan los años, y la humedad, rasparme con el revoque grueso, con los pedacitos de botella triturada, resbalar por los azulejos pulidos, sentir los poros de los ladrillos vistos, dibujar una línea en el vidrio de una zapatería que al día siguiente alguien limpiará aplicadamente con spry- y – tra-pi-to de algo-dón y (sobre todo) golpear las rejas en su intermitencia, haciéndolas largar un sonido que varía con diámetro y formas.
Pero esa noche fue diferente y lo noté en seguida, una línea verde recorría las paredes, anunciaba el recorrido de mis dedos con exactitud de relojero, desaparecía en los vidrios y continuaba en las rejas estampándose en el choque y dejando pequeñas manchitas verdes, estrepitosas, cruzaba la calle en un hilo invisible y continuaba en la esquina siguiente.
Tal fue la sospecha de que era ese un caminito hecho exclusivamente para mi mano, para mi mano que sin esfuerzo seguía el recorrido, sin sorpresas, sin desviarse ni un centímetro de lo que tantas noches y tantas caminaras y canciones en voz alta cuando la calle está desierta; que ni siquiera noté que me había desviado y me alejaba, vía caminito verde de mi casa y el tan esperado té caliente que venía deseando ya hacía un par de horas.
Doblé en una esquina convencida de que era lo más natural del mundo que mi mano siguiera ese rumbo puesto que estaba ahí para ello y no iba a ser yo quien se interpusiera en tal mandato tan explícito y propio y verde.

Entonces, justo en el ritmo agudo de unas rejas cuadradas y huecas, la vi. No tenía más de diez años y llevaba entre los diminutos dedos una hermosa tiza verde.

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