Siempre me gustó acariciar las paredes mientras camino las
veredas, ir rozando con la yema de los dedos, las paredes destartaladas,
arrancarle un pedacito de costra a esos accidentes que dejan los años, y la
humedad, rasparme con el revoque grueso, con los pedacitos de botella
triturada, resbalar por los azulejos pulidos, sentir los poros de los ladrillos
vistos, dibujar una línea en el vidrio de una zapatería que al día siguiente
alguien limpiará aplicadamente con spry- y – tra-pi-to de algo-dón y (sobre
todo) golpear las rejas en su intermitencia, haciéndolas largar un sonido que
varía con diámetro y formas.
Pero esa noche fue diferente y lo noté en seguida, una línea
verde recorría las paredes, anunciaba el recorrido de mis dedos con exactitud
de relojero, desaparecía en los vidrios y continuaba en las rejas estampándose en
el choque y dejando pequeñas manchitas verdes, estrepitosas, cruzaba la calle en un
hilo invisible y continuaba en la esquina siguiente.
Tal fue la sospecha de que era ese un caminito hecho
exclusivamente para mi mano, para mi mano que sin esfuerzo seguía el recorrido,
sin sorpresas, sin desviarse ni un centímetro de lo que tantas noches y tantas
caminaras y canciones en voz alta cuando la calle está desierta; que ni
siquiera noté que me había desviado y me alejaba, vía caminito verde de mi casa
y el tan esperado té caliente que venía deseando ya hacía un par de horas.
Doblé en una esquina convencida de que era lo más natural
del mundo que mi mano siguiera ese rumbo puesto que estaba ahí para ello y no
iba a ser yo quien se interpusiera en tal mandato tan explícito y propio y
verde.
Entonces, justo en el ritmo agudo de unas rejas cuadradas y
huecas, la vi. No tenía más de diez años y llevaba entre los diminutos dedos una
hermosa tiza verde.
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