miércoles, 6 de abril de 2011

Sabrina

Por las paredes corría agua enturbiada por desgracia, formando una película impenetrable en el cemento. Flotaban los adornos, las migas de pan y una miseria...
Ella miraba las fotos, las postales, los cuadros que pintaron sin querer, los papelitos con frases absurdas y de vez en vez un te quiero.
Armaba la valija, la llenaba de la ropa empapada y la resignación.
Recordando, casi siempre recordando porque más no puede hacer.
Los pies helados, las zapatillas un trapo, pero las medias secas, eso sí.
Una guitarra sonando allá al fondo, o arriba, es difícil diferenciar.
Ella juntando los pedazos mojados de lo que ya no es.
Había que irse, había que abandonar ese departamento y esa vida, toda entera.
Había que empezar de nuevo.
Comprar un auto, conseguir un trabajo, hacer de cuenta que se enamoró otra vez y no nombrarlo nunca más.
Sobre todo no pensar en él, no extrañarlo hasta el cansancio y llorar.
Había que inventar otra cosa -algo más creíble, menos drástico-, hacerla nacer así de cero. Sin historia, sin pasado.
Y el agua seguía cayendo.
Pasar por ese campo viejo camino a la ruta y dejar un par de flores para despedirse.
Ojalá que alguien pase a limpiar y corra las telarañas.
Ojalá escriban algo hermoso en el metal frío y gris.
Ella ya no, ella se tiene que ir.
Pesa la valija, pesa el agua y pesan los años.
Flotando canciones van, y un par de besos.
Y en la cama donde solían hacer el amor, sólo hay un charco, y plumas; ahora que ve también hay plumas.
El reloj se lo lleva, porque los años pesan y hay que acordarse que el existió. Sino van a pensar que está loca, siempre huyendo.
Acordarse justo y necesario, tenerlo presente porque loca no está, pero casi. Acordarse poco.
La ropa empapada, los pies helados, un te quiero de vez en vez.
Hay que irse.
Hay que irse y no volver.

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