lunes, 4 de abril de 2011

Víctima

Esa tarde me sostuve a mí misma, la víctima, y recosté su cuerpo en mi cama, mientras mis manos se empapaban con sus lágrimas, derrochadoras de lástima. La dejé ahí, asqueada de la patética pero repetitiva imagen, la abandoné muriendo, simpática y manipulable; a mi más fiel y estúpida compañera, la víctima. Deseando que ya que siempre moría – de amor, de dolor, de culpa, de desilusión- muriera ya y de una vez por todas.
Salí a la calle buscando hacer lo que sea, cualquier cosa que lograra alejarme del futuro cadáver. Caminar, respirar, escribir, dibujar, quizás sonreír.
 Pasó un tiempo antes de que volviera a mi cuerpo, antes de sentir esa presencia que es mía, me pertenece, pero tiene la pésima costumbre de dejarme sola. Volví otra vez, a las mentiras, a los desplantes, a la agresividad muda, pero constante. Volví a dejarlos boquiabiertos con mis miserias, a todos y a cada uno de ellos. Volví a la muy perra, a la desalmada, esa a la que todos miran con un respeto que no es mucho más que miedo, más que terror. Volví a la que no siente lástima por nadie, por nada, para que nadie, pero nadie, se atreva a sentir lástima por ella.
Volví a la victimaria, de donde vengo y a donde voy, de donde nunca debí haber salido; cuando leí por fin el añorado aviso fúnebre de aquella que murió una tarde, en mi cama, ahogada con sus propias lágrimas, de una vez, y para siempre, murió la víctima.

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