miércoles, 30 de marzo de 2011

Cuento de un Mateo

Bajo los ojos del sol, Mateo cantaba en voz baja camino a la facultad. Le hubiera gustado gritar, gritar apasionadamente en el medio de la gente, y de la calle, y de los locales llenos de ropa, y de las caras vacías; la letra de esa canción que lo encantaba; pero en cambio la tarareaba tímidamente, preso de las miradas ajenas, de su verguenza y su necesidad de demostrar que estaba cuerdo.
Bajo los ojos del sol, y con la cabeza gacha, Mateo cantaba camino a la facultad. Cargado a más no poder, apenas se asomaban sus dos grandes ojos por arriba de carpetas, planos y maquetas. De más está decir que Mateo es estudiante de arquitectura, como de más estaría decir que tiene 22 años o contarles quizás su verdadera historia.
Mateo llegó a la facultad cuando al sol le estaba bajando sueño. Entró, saludo a aquellos cuerpos que eran sus compañeros y se sentó en el último lugar que quedaba vacío. Esa no iba a ser una clase fácil, porque ese día no era un día fácil, porque él la extrañaba y no dejaba de pensar, porque ella no lo dejaba en paz y, con su cara pegada en la frente, difícil iba a ser concentrarse.
Comenzaron los ruidos, la voz de la profesora que lo aturdía -si es que esa mujer que no paraba un segundo de fumar era la profesora-, los comentarios de sus compañeros, los lápices sobre el papel, la cara de ella en el medio de la frente, ahí entre los dos grandes ojos; empezaba a dolerle la cabeza, un dolor inaguantable, un par de agujas clavándose en sus sienes.
- Teo estas bien? Estás pálido loco.
Hacía 10 minutos que estaba mirando su hoja en blanco y a fuerza de camaleón, pensó - Mateo pensaba la mayor parte del tiempo en esas cosas que nunca, nunca resultan útiles- quizás se le estaba pareciendo. ¿O era el olor a cigarrillo, o la voz ronca de aquella mujer que ya no podía reconocer, o la hoja en blanco justamente? Ni una idea, cero inspiración, hoja en blanco, justamente.
Le contestó con un gesto al compañero -del que, para ninguna sorpresa, no recordaba nombre, apodo o referencia alguna- fingiendo que "todo bien" y volvió a mirar la hoja; pero esta vez con fuerza, como intentando penetrarla con sus dos grandes ojos y que de ella surgiera algún proyecto iluminado, una idea brillante, pero nada, no lo consiguió.
Hizo más fuerza esta vez y de la hoja empezaron a brotar unaa una las líneas. Curvas, rectas, comenzaron a formar una figura y él fascinado observaba el espectáculo.
Al terminar, no había en la hoja otra cosa que el rostro de ella, perfectamente reconocible, fácilmente adorable. Indignado por la imagen apretó los grandes ojos y al abrirlos ella ya se había ido, como se va siempre y siempre se está yendo. Siempre partiendo, siempre una nueva aventura, un nuevo viaje, siempre despidiéndose de él, él que no le pide que se quede -ni una sola vez- por el miedo de perderla; entonces la pierde, pero a veces, a veces ella vuelve, para poder volver a partir.
Y simplemente -simple y mediocremente- con eso, él es feliz; y los árboles son más verdes, y los pájaros cantan más fuerte y la vida es tán fácil. Pero ella vuelve para partir, y se lleva todo lo que trajo y a veces un poco más. A veces de a poquito, se va llevando eso que él tenía de antes, de antes de que ella llegara, de antes de conocerla en aquel café al que va cada viernes por si la encuentra, hermosa, sentada en la mesa de siempre, a la derecha del mostrador.
El dolor de cabeza cada vez más intenso, Mateo ya no aguantaba, se levantó, con un gesto rápido tomó sus cosas, miró a su alrededor para asegurarse que no le faltaba nada, y se fué, sin mucho meditar. Mientras salía, la mujer hizo una pausa, y hasta dejó de fumar y su compañero -ese que no tenía nombre, ni apodo, ni referencia alguna- le volvió -insistente- a preguntar:
- Teo estás bien?
Pero esta vez Mateo no respondió, porque no era necesario, porque aunque dijera "sí", ni su compañero ni esa vieja le iban a creer, porque al fin y al cabo a ninguno de los dos realmente les importaba si él estaba bien o no, y si les importaba, no iban a ponerse a escuchar sus problemas, y si lo hacían, no los- iban a entender, y si lo entendían, entonces ya no les iba a importar. Entonces Mateo no respondió, y se fue.
Al salir, el sol se había dejado hipnotizar por los encantos innatos de la luna, y había cerrado sus párpados por completo, dándole lugar a una larga y fría noche, de esas que uno ruega no tener que pasar sólo - SÓLO,con el acento sobre la o, si, porque así suena más fuerte-.
Y Mateo rogaba, pero sin esperar ser escuchado. Rogaba con la misma esperanza con que uno desea cambiar algo del pasado. Rogaba por el ruego en sí mismo, ya no por los resultados.
Era viernes y faltaba poco para las 8 de la noche. Se encaminó a su lugar, al lugar donde se acomodaban plácidamente sus viernes a ver las horas pasar; casi sin pensar, casi por instinto.
En el camino recordaba momentos juntos. Ella le dibujaba una sonrisa y al segundo le hacía soltar una lágrima, pero las lágrimas de Mateo siempre eran por el frío, o por alguna intrépida basurita en el ojo, o el viento, o el agente que lo ayudara a disimular.
Ella, ella que tanto llamamos ella, era Jazmín. Nombre de flor, sí, pero Mateo siempre creyó que debió haber ténido nombre de pájaro, siempre pensando en esas cosas que nunca resultan útiles porque en nada hubiera cambiado que ella hubiera tenido nombre de pájaro, pero era justamente por eso, que a él no le gustaba llamarla por su nombre. Justamente por eso, le inventaba sobrenombres y al hablar con alguien más, decía simplemente ELLA. Ella con nombre de pájaro porque ella era libre por naturaleza, más bien, si no era libre, no era. Como esos pájaros que mueren inmediátamente al ser encerrados. Él lo había comprobado, los celos, las demandas de tiempo, de dedicación; la secaron, a Jazmín, por supuesto -a veces servía que tuviera nombre de flor-. Se fué adaptando, digamos que se adaptó tanto que cambió. Perdió todo su encanto, perdió su esencia, esa alegría que desprendía, esa despreocupación que hacía que todo, todo pareciera tan fácil. Perdió en su cara esa expresión que daba ganas de vivir, ganas de soñar, ganas de creer.
No tardó mucho Mateo en cansarse de esa mujer que no era de la que él estaba enamorado, y entonces la dejó salir. La liberó y ella, libre, volvió a ser la de antes. Y Mateo lo notó, al verla de nuevo un viernes, como la primera vez, en el mismo café de antes.
Nunca más planearon un encuentro, dejaron que el destino y las coincidencias se hicieran cargo de ellos y los encontraran a su antojo, y disfrutaban cada momento como el último, porque muy probablemente lo sería. A veces pasaba una semana, otras un mes, llegaron a pasar 4 meses y al regresar ella le habló de Oceanía y de Asia y de las playas y las comidas exóticas.
Mateo se volvía loco, desesperaba sólo de no poder buscarla, de no poder llamarla, de no saber dónde estaba, o con quién; pero sabía al mismo tiempo, que en el momento que se adueñara de todo eso, dejaría de interesarle. Entonces se acostumbró. Como quien se acostumbra resignado a lo inevitable.
Faltaban sólo dos cuadras, el rostro de ella pegado en la frente, pegado en el pecho y en cada cara que miraba, cada cartel, cada esquina. 5 meses sin verla, pero esta vez era diferente, esta vez algo le decía que nunca más la volvería a encontrar, no sabía bien por qué, pero esta vez, se estaba volviendo loco.
Llegó al café muerto de frío y antes de entrar, levantó la cabeza y miró hacia adentro como siempre. Y ahí estaba, se refregó los dos grandes ojos para saber que no era una alucinación, porque a esa altura alucinar no lo sorprendería, pero al abrirlos, ella seguía ahí. Esta vez, como nunca, sin partir. Mateo la vio, hermosa, como siempre, sentada en la mesa de siempre, a la derecha del mostrador, charlando con el mozo de siempre -y ese café era quizás lo único que ella no había cambiado ni un poco en 3 largos años- y fue felíz, y los árboles más verdes y el canto de los pájaros más fuerte y la vida mucho, pero muco más fácil. Mateo la vio, fácilmente adorable, hermosa como siempre, y, por primera vez, siguió de largo.

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